Tiempo,
Tanto me acostumbre a ti,
A tenerte a mi lado,
A que fueras mi aliado,
Me convencí que éramos uno,
Necedad de juventud,
Olvide nuestra principal diferencia
Tú eres eterno,
Y efímera es
mi terrenal existencia ….
Otoño de 1991
Don Ricardo se pasaba las horas sentado en la mecedora de la sala. A veces dormido, las mas de las veces con la mirada perdida en la ventana o en la alfombra. Siempre muy quieto, estático, como si fuera parte de la decoración. Ya estaban todos acostumbrados a verlo de esta manera. A el le dolió al principio, pero también tardo poco en acostumbrarse. Los que llegaban de visita, pasaban por la sala y después del breve intercambio de los saludos habituales, preguntaban por su señora, Matilde.
-Buenos días Don Ricardo, ¿Como ha estado?
-Muy bien, gracias.
-Se le ve mejor hoy, que bueno. ¿Y Doña Matilde?
-Allá en la cocina.
-¡Doña Matilde! ¿Como esta? – Con permiso Don Ricardo –
-Ándele
-Matilde, fíjese que pasaba por aquí y pensé que a lo mejor me quería acompañar a la iglesia, va a haber una kermes……
Las voces siempre se alejaban hacia la cocina, donde invariablemente se encontraba Matilde ocupada en algo, ya fuera cocinando, preparando te o café, limpiando los bulgaros del yogurth, bordando algún adorno de Navidad, cociendo alguna bastilla, siempre con la televisión encendida aunque rara vez volteara a verla.
Ricardo aprendió pronto a indicar donde estaba Matilde antes de que preguntaran por ella. Nunca fue de lo más carismático y no iba a empezar ahora que la maldita enfermedad lo condenaba a la inactividad. Su carácter huraño empeoró. Pero Matilde apenas noto su cambio de humor. Ricardo no se había distinguido por ser una ameno charlador.
Aquel día Don Ricardo tuvo la suficiente fuerza para subir a la terraza a pasar la mañana ahí sentado. Cuando el clima era bueno le gustaba ese lugar. Lo prefería a la sala. Podía ver mejor pasar la gente y los autos. Le adormecían los sonidos de la calle, que todavía no era muy transitada a pesar del crecimiento incontrolable de la ciudad esos últimos años. Un agradable vientecillo le recordó el verano de Cananea, su pueblo natal. Las tardes de domingo eran el descanso obligado después de una dura semana de trabajo en la mina. Hacia casi cincuenta años que vivía en Mexicali, pero nunca dejo de pensar con añoranza en Cananea. Ricardo Nevarez Aldana nació el tres de Abril de 1917. Su infancia transcurrió en los difíciles tiempos en que la nación se recuperaba de la Revolución. Desde muy joven dejo la escuela para ir a trabajar en la mina. Su familia tuvo que decidir entre alimentar a sus miembros o educarlos. Una decisión a la que se enfrentaron casi todos en el pueblo por aquellas épocas de recesión. Sin embargo, Ricardo siempre admiro y respeto la buena educación. Se convirtió en autodidacta. Leyó cuanto libro se le atravesó, sobre todo de matemáticas, su materia favorita. Retaba a sus amigos a resolver problemas de estadística y probabilidades y siempre les ganaba. Quizás de ahí surgió su afición por el dinero, que aumento cuando se dio cuenta del poder de la multiplicación. Imaginaba negocios, inversiones y sus dividendos. Pero no era un ser tan arriesgado. Prefería un negocio tranquilo. En cuanto pudiera iba a comprar acciones de la mina y se volvería rico. Todo estas ideas se le venían de repente a la mente mientras azotaba el pico contra el muro de piedra. Soñaba con la posibilidad real de una vida mejor, lejos de ese ambiente oscuro y viciado por el polvo y la humedad. Estaba cansado de ese olor a tierra húmeda, a tierra profunda. No sabia como, pero el saldría de ahí. Tenía que haber una manera de romper con la inercia de la vida en el pueblo. Había dejado la escuela para trabajar, igual que todos, pero el no terminaría sus días subsistiendo con la raquítica pensión de la compañía, gastándosela en médicos que le repararan la salud quebrantada por el mineral penetrado en sus poros, obstruyendo sus pulmones, diluyéndose en su sangre. El no terminaría envejecido antes de tiempo y quejándose de todo. Tampoco correría la suerte de perder la vida en uno de los derrumbes tan frecuentes en la mina. A el no lo sacarían a pedazos, como le ocurriría a José, el hermano de Matilde – que en paz descanse – y a tantos otros desafortunados en 1952. Después de años de conformarse con su situación, por fin creía tener el valor de salir de ahí en la primera oportunidad. Su amigo de toda la vida, Cuadras, y su hermano Esteban ya se habían ido. Eso lo animo. Los seguiría. Se llevaría a su familia y se establecería en otro lugar con más futuro. Ya era hora que pensara en sus niños.
Algunos jóvenes del pueblo se fueron para cruzar la frontera del norte y trabajar en los campos “del otro lado”. Les pagaban en dólares y les iba muy bien. Lo intentaría mientras conseguía algo más estable. También tenia la opción de quedarse en aquel pueblo fronterizo llamado Mexicali, donde el compadre Cuadras había conseguido trabajo en una de las compañías transnacionales.
-Yo no me voy a quedar aquí………..Yo no me voy a quedar aquí………..se repetía Ricardo mientras apretaba los puños de sus manos ásperas y fuertes. Confiaba en ellas. Confiaba en su juventud. Esas manos lo sacarían de ahí.
La bocina de un auto lo saco repentinamente de su letargo. Todavía tenia los puños cerrados . Bajo la vista. Miro sus manos huesudas y pecosas que temblaban mientras la abría. Miro los surcos profundos que le atravesaban la piel. Manos de viejo. Toda su fuerza se había esfumado al igual que aquel joven en la mina. El tiempo era implacable. Ni siquiera se había dado cuenta cuando sus manos dejaron de servirle tan fielmente. ¿Como fue que su cuerpo se había debilitado de esa manera? ¿Como era posible que le pasara desapercibida la mañana que ya no se pudo levantar de la cama sin ayuda? Maldijo al tiempo por su traición, por ir haciendo sus estragos de manera tan silenciosa, tan imperceptible.
– Siempre es lo mismo, sufrimos un deterioro, nos dejan que nos acostumbremos a el, y luego nos mandan otro, hasta dejarnos hechos unos bultos arrugados- pensaba enojado. Volvió a maldecir al tiempo con mas amargura por haberlo llevado al final de su vida a esa rutina insoportable de inutilidad. El había obtenido todo lo que poseía con el trabajo de sus manos. El había construido las casas en las que habían vivido y todos los demás locales que ahora rentaban. Pero hoy se debía resignar a depender de su mujer para las tareas más insignificantes. Ahora todos los días eran iguales para el y nada podía hacer para sacar su vida de esa monotonía. Sus ojos de un apagado verde turbio miraron hacia la calle. El sonido del auto se perdía mientras se alejaba. Volteo hacia la casa, preguntándose donde andaría Matilde. Pensar en la posibilidad de beber un trago de brandy con soda a escondidas de ella, le devolvió un poco el sentido de aventura y le hizo olvidar por completo su rencor por el tiempo. Una leve sonrisa se esbozo en su rostro. En su pueblo los hombres tomaban mezcal casi todos los días al final de la jornada en la mina. Fue hasta que emigro a Mexicali cuando cambio a tomar ron, pero al final prefirió el brandy. A Matilde nunca le había gustado su afición al alcohol, pero no se lo había externado con tanta frecuencia como ahora que estaba enfermo y dependía de sus cuidados. Cuando ella comenzaba con alguno de sus sermones, Ricardo pensaba en otra cosa y sonreía, así Matilde se exasperaba y lo dejaba solo para terminar su cantaleta en otra parte. Así se libraba Ricardo de seguir escuchando improperios contra su muy querido vicio.
El doctor ya le había prohibido terminantemente el alcohol, pero el se las había ingeniado para seguir tomando a escondidas. Solo que ahora se movía más lentamente y con gran esfuerzo. Necesitaba mas tiempo para bajar la escalera, ir hasta la cocina, preparar la cuba, y borrar toda evidencia después de disfrutarla. Y Matilde no había salido hoy. Debía estar seguro de que si ella salía tardaría por lo menos dos horas. Sonrió con más ganas ante la posibilidad real de un trago. Sería cuidadoso, no se permitiría un error como la vez pasada en que todo le estaba saliendo tan bien, que creyó tener tiempo suficiente hasta de prepararse un filete, de esos que también le habían prohibido. Irónicamente, Matilde se había retrasado porque fue a la clínica por los resultados de los análisis de él y por las medicinas. Venía preocupada porque los estudios indicaban que el padecimiento del corazón de Ricardo iba empeorando progresivamente. El doctor le dio indicaciones precisas de alimentación y un reposo absoluto. Volvió a hacer hincapié en eso de "ni una gota de alcohol". Matilde sabía que Ricardo bebía a escondidas y se mortificó aún más. No sabía que hacer. Por más que trataba de hacerle ver a su marido que lo que hacía era en perjuicio de él mismo, éste no lo entendía y últimamente hasta se mofaba de ella cuando intentaba hablarle de esto. No sabiendo que hacer Matilde, le contó todo al doctor. El le concertó una cita a Ricardo con el psicólogo. Un poco más tranquila, pero no menos preocupada, Matilde se dirigió a su casa, sólo para encontrarse a su marido haciendo exactamente lo contrario a lo que le habían indicado. Ricardo no pudo evitar ser descubierto. Estaba deleitándose con sus sabores preferidos, cuando oyó abrirse el cerrojo. Se quedó quieto, mirando como se abría la puerta, con la esperanza de que fuera uno de sus diecisiete nietos, queriendo ignorar el instinto que le indicaba con toda certeza que era Matilde la que iba a entrar. En una fracción de segundo pensó en levantarse y tirar el brandy por el lavabo de la cocina. Sería reprendido solo por el filete. En otra fracción de segundo descartó la idea pues no tenía ni el tiempo ni la agilidad. Y ante lo irremediable, se limitó a mirar a Matilde, sin ninguna excusa, sin ningún argumento, porque aunque busco en los más recóndito de su ser no encontró ni una pizca de arrepentimiento que le sustentara las palabras de disculpa. Matilde estaba furiosa y más decepcionada que nunca. Para sorpresa de Ricardo, ella no estalló en gritos. Se limito a congelarlo con la mirada. Tomó el vaso de brandy y lo vació en el lavabo seguido de la botella completa. Ricardo estaba atónito ante semejante brutalidad contra su preciado tesoro. Supo que su mujer estaba más que enojada. Estaba furiosa. Jamás había hecho algo así. Se quedó mirando como su querido brandy iba desapareciendo por la tubería, deslizándose suavemente como podría estarlo haciendo en su garganta. Pero no. Ahora iba a mezclarse con la inmundicia.
- Ahora si que no tienes remedio - se atrevió a decir Ricardo. Total, era su vida y si ya no tenía el placer de valerse por si mismo, por lo menos deberían dejarlo disfrutar de las cosas que le gustaban. ¿Para que quería vivir tanto si no iba a gozar? ¿No les bastaba que ya hubiera dejado el cigarro? En sus tribulaciones no comprendía la preocupación de su mujer. Matilde le explicó lo de los análisis, lo que le había dicho el doctor, de su sufrimiento, de sus grandes esfuerzos para cuidarlo, para que recuperara la salud, y de que solo miraba ingratitud de parte de él. Ricardo la escuchó inmóvil todavía pensando en su brandy. Quería a Matilde y sabía que le había fallado, pero era tarde para el, no estaba acostumbrado a demostrar arrepentimiento. No era la primera vez que sentía esto. Muchas veces debió haber dicho lo siento. Pero no lo hizo. Una costra de obstinación se le fue formando a lo largo de toda su vida, escondiendo su sensibilidad, su consideración hacia las personas que amaba. Se hizo tan impenetrable con el paso de los años, que ni el mismo reconocía ya esos sentimientos. El tenía siempre que decir la última palabra, no importa que estuviera equivocado. Aunque sabía que esto había enfriado sus relaciones familiares, era más fácil mantenerse aferrado a su postura que mostrar arrepentimiento.
!Ah! !como añoraba un trago! Pero se acordó de nuevo de la botella que Matilde vació en el lavabo. Si Matilde lo volvía a atrapar quién sabe de que sería capaz. Solo una vez aparte de esa ocasión había sentido miedo de hacer enojar a su mujer. El tenía 24. Ella 17. Estaban recién casados y Matilde parecía decepcionada con el matrimonio. El no entendía porque. Todavía vivían en Cananea. Un día que llegó tarde y medio borracho, quizo bromear con Matilde, pero ella ni reparó en el. Sentada muy derecha, con la ceja alzada y la mirada fija en la mesa, no interrumpía su labor. Estaba pelando las papas para la cena.
-¡Uy, si, muy digna!- dijo al fin Ricardo un poco enojado por la indiferencia de Matilde- ¡y si te pego?! ¡Que me haces eh?! - pregunto Ricardo gritándole a Matilde por primera vez, acercándose a ella amenazadoramente, envalentonado por el mezcal.
Matilde volteó y lo miró fijamente a los ojos, alzando una de las cejas aun mas con un gesto muy frío, el cual le daba un aire a María Félix. Dejando de pelar las papas, apuntó con el cuchillo a Ricardo.
-Inténtalo - dijo Matilde tranquila pero con un tono decidido. Ricardo palideció al ver la determinación de Matilde. Ese episodio marcó para siempre la vida conyugal de Matilde y Ricardo, porque a pesar de todos los problemas que tuvieron, la violencia no fue parte de sus vidas. Años después en una de sus pocas conversaciones, Ricardo le confesó a Matilde.
- Me diste miedo Matilde,.. Aquel día que me apuntaste con el cuchillo y me retaste a que te golpeara... de verdad que sí creí que me podías hacer algo-. Matilde solo sonrió al recordarlo. Ella no sabía, ni en aquel momento ni ahora, hasta donde habría llegado.
Sí,- se afirmo Ricardo,- Matilde cuando se enoja es otra mujer. Seguía pensando. Mejor sería descartar la idea de tomar a escondidas hasta estar bien seguro que Matilde se iba a tardar. Con un poco de suerte, cuando llegara del trabajo Hilda, su hija menor, se la llevaba al mercado por la tarde. Con este deseo, se volvió a quedar medio dormido, dejando sus pensamientos para soñar con aquellos tiempos en que era más feliz porque era libre de hacer lo que quería.
Matilde estaba abajo en la cocina leyendo un libro, esperando que terminara el ciclo de la lavadora automática para tender la ropa al sol. Era un día brillante y corría un ligero vientecillo tibio y agradable. Ricardo debe haberse ido a la terraza- pensó. Conocía perfectamente el comportamiento de su marido. Casi cincuenta años a su lado no era para menos
.- ¡Cincuenta años! –Pensó- Arqueó las cejas un poco al suspirar. Arquear las cejas era su gesto característico. Toda la familia estaba muy entusiasmada con el evento. Sus hijos tenían organizada una gran fiesta, con mas de trescientos invitados, entre familia y amigos. Le había parecido mucha gente, pero cuando revisó las listas con sus hijas se dio cuenta que no se podía suprimir la invitación de nadie. - Parece que en cincuenta años se cultivan muchas amistades- aceptó al fin. Al contrario de la familia, Matilde no estaba tan entusiasmada. Miraba cada día más débil a Ricardo. Ya sus hijos habían ofrecido una fiesta formal para su 45 aniversario de bodas porque pensaban, fundados en los diagnósticos del doctor, que quizás su padre no aguantaría llegar a los cincuenta. Pero si había llegado, aunque muy enfermo. Si el día de la fiesta recaía, tendría que guardar cama y temía que sus hijos se desmoralizaran al ver a su padre acostado después de tanto esfuerzo por organizarle su festejo, sabiendo lo mucho que disfrutaba las fiestas. Pero Ricardo sí mostraba mucho interés en la fiesta. Últimamente parecía que era lo único que lo animaba. Genio y figura- pensó Matilde. A Ricardo le encantaban las fiestas. Si lo sabría ella. La cara le cambiaba los días de fiesta, y no solo la cara sino la personalidad completa. Cuando era mas joven, cualquier reunión familiar era convertida en una tremenda fiesta, con mucha comida y por supuesto grandes cantidades de vino, cerveza, vodka y el insustituible brandy. Con su vaso de cuba en la mano, Ricardo podía bailar solo, sonriente, feliz de ver la casa llena. Sus amigos y yernos acompañándolo en la borrachera, los niños corriendo inquietos por la sala. Bullicio por todas partes, la casa alegre, tan diferente de como siempre estaba, callada y sola. Si, Matilde sabía perfectamente lo que le gustaba a Ricardo, lo que lo hacía feliz. El que no parecía conocer lo que la hacía feliz a ella, era el. Cincuenta años a su lado -¡Dios, como pasa el tiempo! -
Sonó de repente la alarma de la lavadora, avisando que el ciclo había terminado. Matilde se levantó a tender la ropa al sol. Tenía un caminar firme y una postura erguida que nunca perdía, no importa lo cansada que estuviera. Esta verticalidad le ayudaba a aparentar mucha menos edad de los casi setenta años que tenia. Tampoco la negrura de su cabello la delataba. Solo tenía unos pocos reflejos plateados, que quiso conservar a pesar de las sugerencias de sus hijas de que se tiñera el pelo. En la gracia de su rostro amable se vislumbraba la gran belleza que fue en la juventud. Tomando el cesto con la ropa húmeda se dirigió al patio trasero.
Matilde se afanaba en mantener la casa y el jardín en orden. Esa era antes y esa era ahora su profesión. Se requería la disciplina combinada con la creatividad para poder atender la infinidad de detalles que el trabajo domestico exige. Matilde fue testigo desde su casa del avance de la ciencia y la tecnología en el mundo. Al principio se resistía al cambio, pero luego su espalda y sus manos le agradecieron a la lavadora automática el librarlas de tallar, a la estufa de gas el no tener que salir con el frio por la leña. Y así, termino por aceptar y agradecer cada nuevo artefacto que le ayudaba a terminar los quehaceres en menos tiempo. Y descubrió que ese tiempo que le sobraba lo podía usar para ella, para leer, para bordar, para hornear un buen pastel, para hacer lo que en verdad le gustaba, para no hacer nada si le venia en gana. De todos modos hubo cosas que no acepto nunca hasta ahora que ya estaba cansada y, por que no decirlo, un poco enfadada de la rutina de la casa. Solo entonces se rindió completamente ante las tendencias modernas: usaba la cafetera eléctrica y compraba el café ya molido y las tortillas de harina ya hechas. Sopas y verduras enlatadas comenzaron a ser parte de su alacena. Pero a pesar de su cansancio, la cocina siempre tuvo un lugar especial en su vida. Matilde convertía esa tarea en una de sus maneras de demostrar cariño. Nadie podía entrar a esa cocina y salir de ahí con el estómago vacío. En épocas de fiesta, como navidad, preparaba galletas y empanadas y las guardaba en trastos en diferentes lugares por toda la cocina. Cuando los niños llegaban (y uno que otro adulto también) lo primero que hacían era buscar por todos esos rincones los deliciosos tesoros de la abuelita.
Matilde no era una mujer débil y sin ambiciones. Simplemente le tocó criarse en una época donde el lugar de la mujer era la casa y la única aspiración era casarse bien y tener hijos. La educación académica salía sobrando. Así pensaba su madre que solo les permitió, a ella y a su hermana, que apenas terminaran la educación primaria. La mayoría de las veces la mujer no tenia poder de opinar ni siquiera en su propio hogar. Los maridos tenían muy poco respeto por las esposas, y las sometían a humillaciones crueles, como el padre de Ricardo, que sin ningún pudor dormía un día con su esposa, Doña Tula la madre de Ricardo, y al otro día con su otra mujer con la que tenia otros hijos y vivían a dos calles de distancia la una de la otra.
Si la situación para la mujer dentro de una casa era difícil, afuera no estaba mejor. Las mujeres no podían desempeñarse en ningún ámbito profesional y las pocas que lo hacían, por necesidad o por gusto, no eran bien vistas por la sociedad, a excepción de las maestras y las enfermeras, ya que la vida fuera de casa las exponía a las tentaciones de la carne y como la mujer es débil, lo común era pensar que todas caían vencidas. Pero Matilde sentía admiración por las mujeres que se habían atrevido a desafiar todo y a todos por perseguir un sueño. Ya empezaba a haber más mujeres en todos los trabajos. El auge industrial de los años treintas y cuarentas empleo mujeres para muchas tareas. A Matilde le parecía triste pensar que allá lejos en otro continente la guerra y la muerte estuviera generando progreso a este país que condenaba a sus mujeres tanto como las santificaba.
En aquel tiempo Matilde no se hubiera imaginado mujeres al frente de empresas en puestos gerenciales, trabajando como ingenieros, doctoras, desempeñando papeles públicos en la política, en la docencia, y en todos los demás campos. Lo miraba hoy a través de sus nietas. Ahora pensaba que le hubiera gustado vivir su juventud en esta época. Admiraba como muchas barreras y tabúes de la sociedad se habían ido disipando. Hubiera querido poder expresarse como se expresaban ahora las mujeres y poder hacer valer muchos derechos que antes se les negaban a todas. Hubiera querido tener la oportunidad de conocer más al hombre con el que se casaría. De ver cuales eran sus gustos, sus aspiraciones, compartir metas juntos, comunicarse en verdad con el. Si tan solo le hubieran dado un poco más de libertad. Tres años de noviazgo no le sirvieron de mucho. Su madre siempre estaba presente cuando Ricardo la visitaba y fueron muy pocas las veces que pudieron hablar a solas. No estaba confundida. Ella trabajo muy duro toda su vida, atendiendo al marido, a los hijos, la casa y la tienda (de abarrotes primero y miscelánea después). Quizás si hubiera tenido elección, volvería a elegir lo mismo. Eran sus dominios, era lo que le gustaba hacer. Solo le hubiera gustado tener la opción de elegir.
La casa donde Matilde se crio era un matriarcado. Doña Alberta, su madre, enviudó joven, cuando Matilde tenía tres años, y nunca se volvió a casar. Pero aunque no hubo una autoridad masculina en la casa, la atmósfera machista era mantenida por Doña Berta. Matilde tenía varios hermanos mayores, Ramón, Cornelio, Valentín, Tiburcio, José y un hermano menor, Manuel a los que ella y su única hermana mayor, Berta atendían fielmente por instrucciones de su madre. Matilde y su hermana Berta se querían mucho, se cuidaban y defendían una a la otra, eran muy unidas y esos lazos cariñosos se estrecharían aun mas con el tiempo. Años después, cuando Berta murió, Matilde nunca se recuperaría totalmente de la perdida de su hermana, su mejor amiga y confidente.
Matilde y Berta se levantaban muy temprano a prepararles el desayuno a sus hermanos, les lavaban la ropa, les planchaban, les tendían la cama y les limpiaban los cuartos. Tenían prohibido dirigirles la palabra si no era estrictamente necesario. Matilde y Berta eran entonces prácticamente las sirvientas.
-Deja de molestar con tus cosas a tu hermano- le decía Doña Berta a Matilde cuando la miraba platicando con alguno de ellos.
Matilde sabía exactamente cuando retirarse de una habitación con una sola mirada de su madre. Doña Berta era una mujer muy estricta y no permitía que las niñas rompieran sus reglas.
Las concesiones a sus hijos eran diferentes. Ellos eran hombres.
Ramón fue el primero en casarse e irse de la casa. -Vaya, menos trabajo- pensó Matilde. Un día de raya, Ramón fue a cenar a la casa de su madre y llevó a Juana, su malhumorada esposa. Aunque Matilde era todavía una niña, notó que las cosas entre ellos no iban bien. Ya para irse, antes de levantarse de la mesa, Ramón tuvo uno de sus escasos gestos de generosidad y le dio unas monedas a Doña Berta. Juana no se contuvo y le reclamó a su esposo:
- Y nosotros que vamos a comer? Mierda?!
- Toma Juana- regreso el dinero Doña Berta, con un duro acento- para que nunca tengas que comerla.
Juana sin sentir pena se embolsó el dinero. Doña Berta se quedo esperando que Ramón tomara partido y le diera la razón a ella, que era su madre. Pero no lo hizo. Y ante la impotencia de no poder dominar a su mujer, Ramón se levantó de la mesa y salió rápidamente de la casa. Pasó la noche en la cantina donde se bebió todo el dinero que traía. De ahí en adelante se perdió en el alcohol. Juana lo correteaba todos los días de pago para poder sacarle algo de dinero, pero el siempre terminaba gastándose todo en la juerga. A Matilde le daba lástima Juana, aunque recordaba aquella noche en que no pudo tener un poco de generosidad con ellas. Pensaba que Juana no tenía estima propia al andar haciendo esos papelitos, rogándole a Ramón que volviera y después haciendo escándalos en las cantinas, buscando pruebas de sus infidelidades para recriminárselas luego. Antes de casarse con Ricardo, Matilde sabía que a el le gustaba tomar con los amigos. Pero realmente no conocía a un hombre normal que no tomara. Después de casarse se dio cuenta que Ricardo le salió parrandero pero tranquilo. El llegaba de la borrachera y se dormía. No le gritaba y mucho menos le pegaba, cosa muy común en aquellos tiempos. Además era muy trabajador.
- Bendito sea Dios- pensó Matilde. Agachó la mirada y se dio cuenta que el cesto todavía estaba lleno con la ropa húmeda. Tenía suspendida la tarea por estar recordando. Se apuró a terminar. Ya era hora de preparar la comida. Quería dejar la casa lista porque al otro día le tocaba ir a la reunión del grupo social de apoyo a parientes de alcohólicos, ALANON. Hacía poco que había empezado a asistir y sentía que le estaban ayudando a sobrellevar la situación con Ricardo. No se había animado a ir hasta aquel día que se encontró a Ricardo tomando brandy y comiendo filete cuando ella había ido al hospital por sus resultados de los análisis. Se sintió tan absurda. Ella venía al borde del llanto por que la vida de su marido se acortaba. Entonces se lo encuentra haciendo exactamente lo que mas daño le hacía. Decepcionada vio como Ricardo no apreciaba los cuidados que ella le daba y decidió empezar a dejarlo por las tardes para dedicarse un poco a ella. Quería volver a hacer las cosas que había dejado por atenderlo a él. Sería un poco egoísta ella también. Además lo necesitaba, se sentía asfixiada. Fue así como empezó otra vez con los estudios bíblicos los jueves por la tarde en la iglesia, los lunes las reuniones con las otras señoras del club, y los viernes el grupo de parientes de alcohólicos. Fue allí donde le tocó oír los relatos más crudos e increíbles de sufrimiento y dolor. Todos los que iban ahí eran los protagonistas de sus propias historias y las compartían con todo el grupo. Era parte de la terapia. Matilde lloró al escucharlos. Mujeres y niños golpeados brutalmente. Padres frustrados por no poder sacar a sus hijos del infierno que vivían. Jóvenes violados por sus propios padres. Se impresionó tanto que agradeció a Dios tener un marido como Ricardo. Se sintió tan apenada de quejarse de su vida. Nunca se lo hubiera imaginado, pero esos casos tan monstruosos, hacían parecer a Ricardo como un hombre con resplandor angelical.
Terminó de tender la ropa y se quedó mirando el cielo tan azul. La imagen de Ricardo con brillo celestial la hizo sonreír. Había llevado una vida difícil al lado de el, llena de sus indiferencias, de sus egoísmos, de sus necedades, de silencios interminables, de una soledad acompañada que a veces le dolía mas que todo lo demás. De no haber sido por el amor de sus hijos quien sabe que hubiera pasado. Ellos le alimentaban el alma y le daban la alegría de estar viva. . Después, cuando llegaron los nietos todo se hizo más fácil aún. Hasta Ricardo se suavizó con esas caritas tiernas. Solo esas luces infantiles fueron capaces de iluminar un poco el cerrado corazón de Ricardo. Mirando en retrospectiva, Matilde se preguntaba que habría sido de ella si aquella tarde en que Ricardo se atrevió a pedirle matrimonio, ella se hubiera negado. Aunque para la época Matilde a sus diecisiete años era ya toda una mujer, no conocía mucho acerca de lo que significaba el casarse. Ricardo le gustaba, pero no estaba segura de si aquello era el verdadero amor. Cuando mucho tiempo después una de sus nietas le preguntó por qué se había casado con Ricardo ella sonrió pícaramente, y contestó que no sabía. En esa sonrisa apareció la joven tímida e inocente, enamorada de aquel apuesto minero de tez morena y ojos verdes, rudo y seco, pero que parecía honesto en sus tratos. Aquella bella joven de piel blanquísima y cabello oscuro, juró ilusionada nunca separarse de su hombre, y serle fiel en lo prospero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad y amarlo y respetarlo todos los días de su vida........ Pidió a Dios que la perdonara por todas las veces que quiso abandonar a Ricardo. Fue el primer año de matrimonio el más difícil y en ese mismo año, a los quince día de casada para ser precisos, ella había pensado que su matrimonio iba directo al fracaso. Descubrió que no conocía a Ricardo. Ninguna de las impresiones que se pudo haber formado de el en esos tres años de noviazgo era acertada. Al conocer a Ricardo realmente, como solo la convivencia diaria y la intimidad del matrimonio lo permite, sus hábitos, sus indiferencias, sus terquedades, sus desconsideraciones (y para colmo la suegra) la hicieron desilusionarse.
-Paciencia mija-, le decía Doña Berta,- paciencia y mucha prudencia-. El tono duro que su madre había usado para criarla cuando niña, se suavizó para hablarle y aconsejarla de mujer a mujer. Pero a pesar de toda la paciencia y prudencia que pudo tener, la idea de dejar a Ricardo la seguía asaltando. A veces su deseo de dejarlo era tan grande que no le importaba lo que diría el pueblo entero cuando supiera que se quería divorciar. Pero nunca lo hizo. Quizás dejarlo seria desleal, deshonesto. A veces le daba miedo. Quizás no podría salir adelante sola con los niños. Ellos necesitaban un padre. Quizás en el fondo de su corazón, ni la indiferencia ni las decepciones pudieron borrar completamente el amor que había sentido por él. Si no, ¿Como se explicaba haber pasado casi cincuenta años al lado de el? Que dura prueba había sido. Siempre lo respetó y lo atendió. Nunca en su mesa faltó un plato de comida servida y la casa siempre estuvo limpia. Lo apoyó en los más ridículos proyectos y dejó que se llevara el mérito por algunos buenos proyectos de ella. ¿Qué era lo que la había hecho pasar toda una vida a un lado de este hombre tosco y terriblemente egoísta? Algo la tenía que haber atado a él y hacerla desistir de la idea de criar sola a sus hijos. Tenía que ser por fuerza amor. Solo el amor absuelve de esa manera y es capaz de encontrar consuelo para un corazón decepcionado. Solo un caudal de amor como el de Matilde, era capaz de sobrellevar las penas con esa entereza. Por que el amor generoso de ella era exactamente el complemento de aquel amor opaco que a Ricardo se le dificultaba tanto expresar. Parecía que juntos formaban, por el contraste tan profundo, un extraño equilibrio. Ricardo y Matilde necesitaban dolorosamente uno del otro. Aunque la vida no les iba a alcanzar para entenderlo. Los abismos entre los dos eran gigantescos. Solo al presentir cercana la muerte, Ricardo se aferró a esa coexistencia, y al darse cuenta que necesitaba a Matilde cerca de el, no permitió que nadie más lo atendiera. Matilde se sentía cansada, pero no dejó de darle todos los cuidados que necesitaba.
....En la salud y en la enfermedad, recordó Matilde, todos los días de mi vida..... después de todo, en 50 años no había faltado al sacramento. Volteó a mirar la cocina y alcanzó a ver el reloj en la pared. Ya era hora de la medicina de Ricardo. Entró a la casa y dejó el cesto vacío en el cuarto de lavar. – ¡Ricardo, ya es hora de tu medicina! - gritó Matilde desde abajo de la escalera. ¡ Vas a bajar?!.......
Ricardo abrió un poco los ojos al oír a Matilde llamándolo. El sol estaba en lo alto. Debía ser mediodía.
- Ya voy, ya voy! contestó sin esforzarse mucho para que Matilde lo oyera. Era buena idea bajar para ver la televisión. Después de las noticias, empezaba la barra de telenovelas. Sin darse, cuenta se había aficionado a estos melodramas de historias trilladas. Aunque lo negaba rotundamente, incluso ante Matilde. Sin embargo, tarde tras tarde seguía las intrigas y pasiones ficticias, los sufrimientos y pesares ajenos que lo tenían cautivado. Se sentía un poco avergonzado de si mismo por esto. ¡Perder el tiempo de esa manera!. Nunca en su juventud hubiera hecho algo así. Pero después pensaba que si no era de ese modo, de alguna otra forma tendría que pasar el tiempo. Además ya estaba muy grande y podía hacer lo que se le viniera en gana.
- Ultimadamente, me gusta verlas y que!- se alentó a sí mismo. Lenta y pesadamente comenzó a bajar la escalera.
Esa tarde, después de la comida, Ricardo se quejó de un dolor en el vientre, y empezó a toser más fuerte. Matilde le preparo un té y le dio la medicina de la tarde, pero no pareció mejorar. Ya no tuvo fuerzas para subir a la recamara, así que Matilde bajó mantas y sábanas y desdobló el sofá-cama del cuarto de televisión. Ricardo tardó en quedarse dormido. Le vinieron más accesos de tos y tenía dificultad para respirar. Hasta que la tos cedió, Matilde logró descansar un rato a su lado. Pero en la madrugada Ricardo comenzó a hablar dormido.
- Déjame! Suéltame! Hijo de la chingada! no voy! Suéltame! No voy a entrar! suéltame cabrón! -.
Su respiración se volvió agitada, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. Sus voz se tornó angustiada. Matilde lo tomó suavemente del brazo - Ricardo, despierta, tienes una pesadilla-.
Ricardo abrió los ojos y los mantuvo así un momento sin reaccionar, como para asegurarse que el estar en su cama acostado era la realidad, que lo otro había sido efectivamente una mentira. Una pesadilla como dijo Matilde.
- Que bueno que me despertaste.
- Si Ricardo, ahora cálmate, no te puedes agitar, relájate y vuélvete a dormir, yo estoy aquí - le dijo Matilde sin soltarle el brazo. Ricardo se tranquilizó y después de un rato se volvió a dormir. Matilde se quedó a su lado. Para ella la escena era familiar. Conocía bien los terrores nocturnos de su marido porque cada noche desde hacía casi cincuenta años la misma pesadilla lo atormentaba. Alguien o algo lo atrapaba por las piernas y lo arrastraba violentamente por un piso arcilloso y húmedo hacia una cueva. Siempre era lo mismo, la misma lucha por evitarlo. Era algo muy arraigado en el, un miedo del que no se pudo sobreponer. Hablaron algunas veces sobre esto. Matilde le decía que olvidara lo que hubiera sido que le afectaba, que ya todo había quedado atrás. Ahora tenían una vida mejor. Ricardo la oía callado, fijando sus ojos en ella, asintiendo, deseando que esta vez fuera cierto que con solo asentir no volvería a soñar así. Pero no pudo liberarse de ese miedo. Matilde solo supo que le venía persiguiendo desde la infancia y lo único que hizo cada noche, fue rescatarlo de su pesadilla, tomándolo suavemente del brazo para despertarlo y mantenerlo así hasta que se volviera a dormir.
Al otro día Matilde le habló al médico para que fuera a ver a Ricardo. Llegó al poco rato y después de examinarlo le hizo algunas indicaciones. Debía guardar cama por unos días, tomar otras medicinas porque había contraído una infección en la garganta, y ya debía empezar a arroparse más pues no tardaba en entrar el invierno. Lo de la molestia en el bajo vientre requería unos estudios y le puso una cita para el día siguiente. Todo esto fue escuchado atentamente por Matilde mientras Ricardo también atentamente miraba la televisión ignorando completamente al doctor.
- Gracias doctor- Matilde lo acompañó hacia la puerta.
- En tres días vuelvo a revisarlo, ya que estén los análisis. Hábleme si nota algo raro - dijo el doctor.
Matilde cerró la puerta, sintiéndose un poco preocupada. Aunque pensándolo bien el doctor no había sido tan drástico como otras veces. Seguro que a Ricardo solo le faltaba descansar. El ajetreo de la fiesta podría estarle afectando. O quizás se estaba desanimando. Había una posibilidad de que estuviera actuando. A el le encantaba hacerle al teatrito. Ah! pero el día de su aniversario, si era necesario vestir a Ricardo desde la mañana, lo haría, no importa que se pasara todo el día con el frak. No era justo para toda la familia que por un capricho de Ricardo se arruinara la fiesta que con tanto esfuerzo los hijos le estaban preparando. Pero descartó esta idea de inmediato. Ricardo se mostraba muy animado cuando escuchaba hablar de la fiesta. Se notaba que de verdad deseaba estar ahí. Lo cuidaría muy bien para que no tuviera mas problemas y se sintiera fuerte para el evento. Esta vez ella estaba segura que Ricardo no estaba fingiendo, no como otras tantas veces.
Cuando Ricardo se empezó a debilitar, primero lo tomó con calma, pensando que era algo pasajero. Pero el tiempo pasó y nunca se repuso. Todo lo contrario. Entonces el doctor le fue prohibiendo hacer y comer las cosas que le gustaban. Ricardo comenzó a ponerse de muy mal humor. Por fin se le recetó reposo absoluto. Y como un niño al que se le dice !estate quieto!, Ricardo se resistió hasta que una mañana ya no se pudo levantar sin que Matilde le ayudara.
- ¡Maldición!- exclamaba cada mañana – Me he vuelto un viejo decrépito.
La casa necesitaba unas reparaciones pero Ricardo no dejó que Matilde contratara a nadie.
- Yo los voy a hacer cuando me sienta mejor- decía.
-Pero Ricardo, estos arreglos se tienen que hacer ya- decía Matilde.
- Que yo los voy a hacer, te digo!.
Y cuando al fin se dió por vencido, fingió no enterarse que Matilde había contratado a alguien. Cuando los trabajos estuvieron terminados se desquitó criticando todo, no importa lo bien que hubiera quedado. Por supuesto, el hubiera podido hacer mejor el trabajo.
- Mira nomás como dejaron esto Matilde, es un robo lo que te cobraron!.
Después de la crisis por su inactividad, Ricardo pareció conformarse con su suerte e inventó sus propios juegos. A pesar de todo, estar enfermo tenía sus ventajas. Por ejemplo, no tenía que ir a ningún lado si no quería. Antes no se podía zafar. Ahora sí. Simplemente fingía un ataque de tos o se quejaba del pecho. Matilde le avisaba siempre con mucha anticipación la hora en que debía estar listo. Cosa que era inútil si Ricardo no quería salir. Fingía demencia senil, perdiendo el tiempo en naderías. Matilde lo reprendía y lo apuraba. Luego Ricardo se quedaba dormido en calzoncillos, sentado al borde de la cama con los pantalones a las rodillas. Matilde lo despertaba y lo reprendía una vez más, enojada de ver el retraso. Entonces Ricardo armaba un berrinche diciendo que no encontraba los zapatos que le venían al traje.
-Ponte otros- le decía Matilde.
- No, esos son los zapatos que le vienen al traje.
Matilde dejaba su arreglo para buscar los dichosos zapatos. Al encontrarlos y llevárselos, Ricardo estaba viendo la televisión completamente enajenado, sin importarle lo apurada que estuviera ella. Para entonces lograba llevar a Matilde a un estado de desesperación que ella no recordaba haber sentido ni siquiera cuando tenía que arreglar al mismo tiempo a sus cuatro hijos cuando estaban pequeños. Tiempo después se dio cuenta que solo cuando Ricardo no quería salir era cuando hacía su actuación. Porque los domingos sin falta, y sin necesidad de preámbulos, Ricardo se levantaba tempranito, aunque se hubiera quejado todo el sábado de dolor en el pecho . Se bañaba sin ayuda. Se arreglaba cuidadosamente. Casualmente encontraba todos sus accesorios en su lugar. Para las nueve de la mañana ya estaba listo, peinado con esmero y hasta perfumado. Bajaba con mucho esfuerzo pero silbando alegremente. Y Matilde confundida no podía creer que este hombre era su marido, que el día anterior le había contestado su pregunta de ¿Cómo te sientes Ricardo? Con un ¡Estoy muerto, ¿que no ves?! El primer nieto que llegara a desayunar, como acostumbraban todos los domingos, era el asignado por Ricardo para llevarlo a su sesión dominical con los señores del club de dominó. De verdad que Matilde estaba asombrada de lo mañoso que era su marido y a veces se enojaba de ser ella la única que se daba cuenta, porque para los demás, todo esto eran graciosadas del abuelito, del tata, y a veces hasta se las festejaban.
Sin embargo ahora Ricardo debía estar mal de verdad. Habían pasado mas de tres domingos sin que se alborotara para salir. Matilde se dirigió a la estancia después de despedir al doctor. Miró a Ricardo muy quieto frente a la televisión. Su figura pequeña y cansada se perdía entre las mantas. No se parecía en nada al hombre robusto de las fotografías que colgaban de las paredes. Miró la foto de su boda y la de ellos dos con sus hijos pequeños, todas en blanco y negro. Miró un poco más abajo. Ahí estaban las fotos de las bodas de sus cuatro hijos. Volteó a ver la otra pared. De ella colgaban las fotos de toda la familia cada cinco años. Había nueve de estas fotos y en cada una de ellas se miraba más gente. Pronto serían diez fotos. En la última ya no había niños. Sus nietos habían crecido muy rápido para su gusto.
- Bendito sea Dios- pensó y rezo porque se le concediera conocer biznietos ya que algunos de sus nietos más grandes llegarían pronto a la edad de querer casarse.
En todas las fotografías, Matilde se miraba ligeramente más alta que Ricardo. Eran de las misma estatura, pero la postura erguida de Matilde y la figura cada vez mas encorvada de Ricardo, la hacía lucir mas alta que el. Matilde suspiró y se acercó a Ricardo extrañamente relajada después de mirar las fotos. Lo acomodó bien en la cama y lo arropó. Primero Dios, todo va a salir bien, pensó. Ricardo se dejó acomodar como un niño pequeño y se durmió inmediatamente bajo los efectos del medicamento de la noche.
Por la mañana Matilde preparó té y un platón de frutas con yogurth. Separó las cáscaras de la fruta en una bolsa de plástico para luego enterrarlas entre la tierra del jardín. Así sus plantas crecían lozanas con el abono. Lavó el envase plástico del yogurth y lo guardó en un gabinete junto con más de veinte envases del mismo tipo. Le gustaba aprovechar las cosas o regalarlas a quien las pudiera usar. No se podía confundir esto con la manía de Ricardo, ya que el tenía una idea muy diferente de lo que es el ahorro. A veces, este rallaba en lo absurdo y perdía la noción real de lo que era la economía.
Ricardo recogía todo lo que podía serle útil después. Y lo que no, también. Tenía una cochera que nunca se uso para meter el automóvil. No cabía debido a la gran cantidad de cosas que se guardaron ahí en el mas completo desorden, con la idea de usarse después.
Matilde acomodo a Ricardo para que comiera en la cama. Mientras preparaba la charola con el desayuno, Matilde miraba por la ventana la casa de al lado. Hacia poco que la dueña había fallecido y ahora una pareja joven la ocupaba y la estaban remodelando. Al ver el movimiento de los albañiles Matilde recordó una vez que Ricardo le pago a uno de sus trabajadores para que enderezara los clavos que habían quitado de una de sus departamentos en construcción. Y también de como cuando demolieron una de las habitaciones, el mismo se encargo de cincelar el cemento que unía los adobes para recuperarlos y poderlos usar en la nueva construcción. Nadie entendía su razonamiento, porque un kilo de clavos nuevos costaba menos que pagarle a alguien para que enderezara unos viejos. Y el tiempo y trabajo invertidos en recuperar los adobes usados costaba más caro que comprar adobe nuevo. Pero para Ricardo, tenia mas significado recuperar la materia prima, no importa si había que pagar por enderezar clavos usados, lo que importaba era recuperar el recurso mineral. Si lo desechaba, ¿quien se haría responsable de eso?, tanto trabajo desde sacar el mineral de la mina, hasta fabricar el clavo, para terminar tirándolo. Si algo se pudiera utilizar de nuevo, el no lo iba a desechar. Claro que no! por el no iba a quedar!
Matilde criticaba a Ricardo por esto. Pero con el paso de los años juntos, algunos de ellos de abundancia, algunos de carestías, ella termino por sucumbir a la manía, aunque en un grado mucho menor que Ricardo, cediendo a la obsesión de guardar todo lo que se pudiera usar después. Matilde se sorprendía frecuentemente levantando un simple clavo para guardárselo a Ricardo en su "almacén".
Esa mañana, Ricardo comió el desayuno tranquilo, aunque muy poco.
– Termínate todo Ricardo por favor – le dijo Matilde.
-Ya me llene – contesto Ricardo.
-Panza de oro – le dijo Matilde logrando hacer sonreír a Ricardo.
Ricardo también tenía otra costumbre arraigada. Se comía absolutamente todo del plato que le pusieran enfrente. Cuando niño era frecuente para el sentir ese ardor del estomago vacio, ese retorcijón de tripas haciendo ruido pidiendo algo de comer. Su padre los dejaba mucho tiempo a su suerte y a su madre sola no le alcanzaba para darles de comer a 14 niños inquietos. Ricardo le tenia miedo a los golpes de su padre, pero le tenia mas miedo al hambre, así que, sin favorecer ningún bando, se le pego a su padre en una de esas ocasiones en que regreso al pueblo y a pesar de los coscorrones y empujones y los gritos que a el le parecían mas ladridos, se convirtió en su fiel sirviente. Le hacia los mandados a el y a la otra mujer con la que también dormía. A ella le daba lastima el niño y a veces le daba de comer. Se hizo aliado del enemigo. Su madre estaba molesta por esto, pero lo aceptaba resignada con tal que el comiera. Cuando el padre de Ricardo desaparecía, de todos modos seguía haciéndole los mandados a su otra mujer. Así cuando regresaba no lo trataba tan mal. Su padre termino por apreciar la conveniencia de un mozo y acepto tener a Ricardo cerca. Aunque nunca le hablaba más que para darle ordenes, esto fue lo que mas se acerco a la relación y el cariño que se pueden tener un padre y un hijo.
El pasar hambres tan joven le enseñó a Ricardo a nunca despreciar una invitación a comer, a comer de buen agrado cualquier cosa que le prepararan y a prácticamente limpiar el plato de la comida. Don Ricardo no calificaba las fiestas de acuerdo al ambiente o al baile sino a la abundancia de comida que se servia. Y así acostumbró a sus hijos también. Ellos nunca pasaron hambres, pero Ricardo se encargó de transmitirles el respeto y la gratitud a Dios por la comida, y que se demuestra al no dejar nada sobre el plato. Alrededor de la mesa servida, con los ojos muy abiertos y cabizbajos, los niños escuchaban a Ricardo sentado en la cabecera
-Panzas de oro! nunca se le hace mala cara a la comida! nunca se pregunta ¿Qué hay de comer mamá? - remedaba con voz chillona y torciendo la boca- ¡Se sienta uno y ya! Se come uno absolutamente todo. Agradezcan que haya que comer. Aquí no es restaurante! Ahora, empiecen a comer y pobre de aquel que deje algo en el plato porque es pecado.-
Diario les daba el sermón, que se fue arraigando igual a sus cuatro hijos que a el mismo, aunque mas por inducción que por convicción. Los cuatro hijos de Ricardo quisieron transmitir la costumbre a sus propios hijos. Pero no lo hicieron con la misma fuerza de su padre, así que no tuvieron tanto éxito y los nietos de Ricardo fueron unos panzas de oro cualquiera, de esos niños que no se comen las habas, ni las lentejas ni las espinacas, mucho menos el hígado encebollado. Entonces los hijos de Ricardo terminaban por comer ellos mismos las sobras de comida de sus hijos, para evitarse el remordimiento que les causaba el tener que tirar la comida.
- Ahora yo soy el panza de oro – dijo sonriendo Ricardo, resignado a no acabarse su desayuno.
- Si – dijo Matilde- recogiendo la charola de la cama para empezar a lavar los trastes.
Ya caída la tarde Matilde saco su estuche de bordado. Tenia pendiente terminar el calendario de diciembre. Era un simple calendario rojo de fieltro, pero ella lo transformo completamente. Bordó cada cuadro de los días del mes con dorado, verde y blanco logrando un efecto primoroso. Ella, al igual que Ricardo disfrutaba enormemente las festividades. Lo más especial era que toda la familia se reunía. Solo eran dos ocasiones al año en las que pasaba eso. Su aniversario de bodas y navidad. Los días de las madres y sus cumpleaños también se juntaban, pero a veces los que vivían fuera no podían venir. Pero en Navidad era diferente. Además del significado espiritual, para ella era la temporada de sus ilusiones cumplidas: ver a todos sus hijos y nietos juntos otra vez. Matilde empezaba a bordad desde mediados de año, no importa que ya tuviera adornos para todo, incluyendo la tapa de el sanitario. A los mismos adornos les agregaba más lentejuela y pedrería. La intención era preparar el ambiente para esas épocas tan importantes. Y ni hablar de la comida, Matilde se esmeraba más que nunca en la cena de navidad. Todos los miembros de esa familia recuerdan haber pasado su más hermosa e inolvidable navidad en esa casa, gracias a los empeños de Matilde. Los niños se transportaban a otros mundos fantásticos en ese interminable escenario de fantasía y color, se convertían en astronautas o piratas, en sirenas o princesas, todo al pie de ese gran árbol adornado con figuras multicolores de madera y esferas brillantes. Matilde era feliz con toda esta algarabía, al igual que Ricardo. Le pareció estar mirando otra vez luces del árbol titilando sobre las caritas infantiles de sus nietos, chorreadas de tanto comer pastel de dátil y chocolate caliente. Pero no era el árbol de navidad, sino las luces de la televisión con sus imágenes cambiantes las que producían ese efecto sobre la cara de Ricardo dormido. Matilde comenzó a guardar su bordado, reconfortada por los recuerdos. Mañana seria otro día.
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