lunes, 5 de julio de 2010

A L A S

Yukio Mishima

Un cuento a la manera de Théophile Gautier.

Ambos solían encontrarse con frecuencia en casa de la abuela. Yoko tenia la costumbre de llevarle, una vez por semana, pasteles o platillos que ella misma preparaba. La abuela acostumbraba dormir la siesta unas cuatro horas al día. Y en casa de la abuela había una sirvienta tonta. A veces, la abuela le decía a Otetsu, en broma: "La señorita zonza". La llamaba: "señorita zonza, sírvame una taza de té", o "señorita zonza, ya se van los invitados".
Los sábados, Yoko regresaba de la escuela, primero a su casa para recoger los pasteles o platillos y, enseguida, se iba a visitar la casa de la abuela, como la caperucita roja, calculando bien el tiempo para llegar una hora antes de que la abuela despertase. La casa de la abuela estaba situada en las laderas de un monte desde donde se veía el río Tama. La casa sólo tenía cinco habitaciones pero el jardín era enorme. En un rincón del jardín había un montecillo. Y encima de él un kiosko, a partir del cual se bifurcaban dos sendas: una que se dirigía hacia el puentecito de piedra colgado sobre el estanque; la otra, hacia el portón del otro lado del jardín. Para aprovechar el panorama sobre el río, el montecillo había sido dispuesto a un costado del jardín. Desde la casa, y en virtud de los árboles que lo rodeaban, a menos que fuera época de hojas secas, apenas se entreveía la punta del kiosko que asomaba.
Cuando hacia buen tiempo, después de entregarle las cosas a Otetsu, Yoko se dirigía hasta el kiosko para bajar luego hasta el portón y esperar. Suguío llegaba por ese camino, de regreso de la escuela. Juntos daban un paseo hasta el río Tama, o se quedaban platicando en el kiosko. Éste les gustaba mucho, pues además de estar bien situado para contemplar el paisaje, el que alguien pudiera encontrarlos por ahí les procuraba cierto sabor de peligro y porque, si querían, podían incluso besarse.
Suguío era hijo del tío de Yoko. Esto es, eran primos. Es decir, él estaba en la situación innata para ejercer la función conjugada del hermano y del novio. En algunos aspectos se parecían mucho, por lo que a menudo los confundían con hermanos. La semejanza posee siempre cierta dulzura. Sólo por el hecho de asemejarse, parece que entre esos semejantes exista un entendimiento sin palabras, sentimientos mutuos que no necesiten expresarse, o una tranquila confianza. Y se parecían sobre todo en sus ojos inmaculados. Pertenecían a esa clase de ojos que limpiarán siempre toda la suciedad que el mundo les arroje con sus sombras oscuras, como un filtro que limpia las aguas turbias e impuras y las convierte en aguas límpidas. Además, ese filtro parecía arrojar borbotones de agua pura hacia afuera. El día en que esas aguas que brotan de sus ojos llenen el mundo, de seguro la suciedad del mundo se limpiará del todo.
Una mañana se encontraron en un tren apiñado, estando de pie, espalda contra espalda. Iban camino de la escuela. Normalmente, nunca hubieran tenido que encontrarse, pero aquel día Suguío venia de casa de otros parientes, en donde había permanecido la noche anterior. Habían subido al mismo tren. Era el otoño. La atmósfera olía a crisantemos. Ninguno de los dos sabía que lo que sentía en la espada era la tibia calentura del cuerpo humano. Pensaban que les pegaba un rayo de sol porque se parecía al sabor suave de algún rayo súbito que llegara desde lejos. Por eso no se les ocurría mirarse a la cara. Con todo, Yoko sabia que era una espalda cubierta con la tela de sarga negra del uniforme estudiantil, y Suguío sentía la espalda pequeña y blanda bajo la blusa marinera. Sintieron entonces una fuerza diferente, fresca y viva, mezclada a la de la fuerza que producían los pasajeros, empujándose unos a otros en el tren lleno. Y sospecharon que se trataba de alas. Alas que se percibían ocultas y dobladas, y contuvieron La respiración, ya que hubo ahora en sus espaldas, que de cuando en cuando se tocaban, una profunda vergüenza demasiado sensible. Si aquella cosa oculta eran alas tal vergüenza devenía razonable; en nuestras días, el poseer cosas tan sagradas como las alas es una razón más que suficiente para avergonzarnos. Y se produjo una sonrisa cosquilleante, pues tuvieron la sensación de que sus alas les cosquilleaban. Por primera vez se voltearon para mirarse cara a cara.
―¡Yoko, eres tú! ―gritó Suguío con los ojos redondos.
―¡Hace tiempo que no te veía! ―dijo Yoko.
Ese día, los primos ya no tuvieran ganas de ir a la escuela y se propusieron ir al cine. Sin embargo, como quisieron conservar un sabor serio de aquel encuentro, Suguío decidió, después de todo, asistir a la escuela y Yoko lo imitó. Al bajar Suguío en la estación de trasborde, el tren quedó con pocos pasajeros. Yoko se acercó a la puerta y le estrechó por un instante la mano, antes de que la puerta se cerrara, a sabiendas de que ambos tenían que separarse con rapidez.

Y aquel día Yoko descubrió un pasaje interesante en la clase de inglés. Se trataba de la biografía de William Blake. A Yoko le impresionó un párrafo del texto que decía: "Cuando niño, Blake solía ir al campo a jugar solo. Un día vio, en las ramas de un árbol enorme, muchos ángeles que se reunían moviendo sus alas. Regresó corriendo a casa para avisarle a su madre. Su madre no sólo no le creyó sino que lo regañó por su tontería y le pegó". Después de escuchar la traducción del profesor, Yoko leyó ese párrafo repetidas veces. Se le ocurrió una disyuntiva: "el niño también dudaba de haber vista los ángeles", pensó. "Fue a partir del momento en que su madre lo golpeó cuando Blake llegó a creerlo. El que le pegaran, o sea el ser castigado, era un proceso necesario para creer en ello. No es correcto reírse de la madre de Blake, como lo hace el maestro. En toda caso, la madre era fiel a su propio deber... es todo."
Y en tal disyuntiva había una inesperada sombra de erotismo. ¿Qué castigo esperaba la muchacha?
Por su parte, en su clase, distraído, Suguío pensaba únicamente en su hermosa prima, a quien había reencontrado después de tanto tiempo. Su imaginación se concentraba en las alas de Yoko, y giraba alrededor de la sospecha, sin bases razonables, de que Yoko tuviera alas. A Suguío no se le iba de la cabeza el deseo persistente de verle las alas. Ello también significaba entrever el cuerpo desnudo de Yoko, pero en realidad é1 trataba de ver sus alas y no su cuerpo desnudo.
"Estoy seguro de que tiene alas, pensó. Han estado creciendo año tras año y ni siquiera sus familiares lo saben. Por fortuna, sus alas empezaron a crecer marcadamente hasta que ella empezó a bañarse sola. No hay duda. Si no hubiera sido así, como suele pasar con este tipo de secretos, ya sería objeto de chismes entre los parientes."
Suguío soñaba con las alas de Yoko. En su sueño, una muchacha desnuda se apoyaba contra la ventana en penumbra, vuelta de espaldas. Dos alas blancas le cubrían los hombros y la espalda como un abrigo. Al acercarse, las alas se desplegaban para abrazarlo y oprimirlo, sin que la muchacha cambiara de postura. Al gritar de angustia, Suguío despertó. Por otra parte, él nunca se dio cuenta de que Yoko creía secretamente que él también tenia alas en la espalda.
El verano del año siguiente tendrá la oportunidad de ir con Yoko a la playa. Podrá investigar si en sus hombros desnudos existe algo así como brotes de alas. Si se atreve, podría tocarlos. Pero apenas es otoño. Por lo pronto es posible realizar el deseo secreto. En Suguío surgió otra preocupación: pensó en que podría no encontrar ningún sin síntoma de alas y en que, por la desilusión, ya no fuera a amarla tanto como ahora.
Así, aunque empezaron a verse con frecuencia, nunca se confesaron sus imaginaciones infantiles, ni sus deseos ni preocupaciones. Si se confesaran, de veras, aquella extraña creencia les provocaría risa a escarnecimiento. Además, ¿cómo podría ser posible convencerse de la razón de su ensueño? Ni él ni ella sabían la razón… los primos se miraban a los ojos, miedosamente. En los cuatro ojos, tan sumamente limpios y bellos, parecía abrirse paso el hilo de un caminito que iba hacia el horizonte por La llanura inmensa.

Yoko salió por el portón y se detuvo. Era el verano de 1943. Había menos amenazas de bombardeos en aquel barrio que en el centro de la ciudad. Los habitantes no tenían prisa en mudarse a la provincia. Cavaban refugios subterráneos, en broma. El sólido refugio horizontal excavado a un costado del montecillo, en el jardín de la abuela, atraía tanto la envidia como la burla de los vecinos. Porque, contrariamente a lo esperado, al contemplar un foso tan seguro, a uno le entraba miedo. Las personas que más se asustaban eran las que decían "La abuela ha construido su cripta."
Yoko estaba parada frente al portón. Le molestaba ponerse pantalones porque no combinaban bien con su blusa marinera, así que se había puesto una falda de grandes pliegues. En su pecho, el moño blanco se mecía con leve rubor bajo el viento. Sus brazos desnudos estaban tan blancos que se confundían con el brillo de la seda. A pesar del sol de verano, sus brazos estaban blancos como la nieve.
En ese momento, Suguío bajó corriendo por la pendiente, con su camisa blanca y su pantalón con polainas. Se estrecharon las manos ligeramente sudorosas. El kiosko estaba rodeado de azaleas en pleno florecimiento. Había azaleas blancas, rojas y jaspeadas. La sombra de las azaleas más bajas daba sobre el empedrado del kiosko, y se oía el zumbido de las abejas como si fuera la respiración de la tarde adormilada.
El ambiente del lugar no delataba el menor síntoma de guerra.
Se sentaron en el banco de madera y contemplaron la remota ribera blanca que brillaba bajo la luz de la tarde. Un cordel de pesca flameó en el aire por un momento, produjo un chispazo y desapareció.
―¿Viste el pez?
―No, no alcancé a verlo.
―Yo tampoco. Era el flotador, que me pareció un tábano.
Rieron al imaginar la torpe expresión del pescador burlado. Después de reír hubo un silencia tan frágil como el vidrio. Conocían el significado de aquel silencio. Las nubes, allá en el horizonte, se arremolinaban y desplegaban como lirios. Por encima del verdor del otro lado del río, una silla de feria colgaba de un modo extraño, como si estuviera esperando a que una persona bajara del cielo. A medida que la guerra se intensificaba, habían ido suspendiendo el funcionamiento de los diversos juegos del parque para ahorrar energía eléctrica. Era un día completamente despejado y el azul del cielo resultaba infinito. En aquellos días, el cielo de Tokio era muy azul y se veían con claridad las estrellas, debido a la reducción de la producción industrial y a la consiguiente disminución del humo.
Pero había otra causa: la belleza de la naturaleza, en la etapa postrera de la guerra, daba la impresión de querer ayudar con algo así como un auxilio invisible por las almas de los muertos. Gracias a la muerte, la naturaleza aumenta su hermosura. El cielo de ese entonces era claro y azul, por la misma razón por la que el verde de un camposanto se vuelve tan intensamente vivo.
Delante de ellos, el paisaje contenía, por cierto. Un resplandor de muerte. Y cada sombra de cada piedra a la orilla del río contenía lo mismo. Por eso los dos jóvenes se acercaban uno al otro, reuniendo sus alas, para escuchar sus latidos. Latidos que, a pesar de llegar resonando de dos pechos, poseían una idéntica melodía y un mismo ritmo. Un único ser viviente sobre la tierra parecía palpitar en ellas.
En ese instante, a los dos se les ocurrió lo mismo, pero ninguno la expresó con palabras. Suguío pensó: "esta muchacha, de seguro tiene alas. Está a punto de subir volando al cielo. Las veo con claridad". Yoko pensó: "Este muchacho, de seguro tiene alas. Cuando volteó sin darse cuenta, su mirada no fue la mirada de alguien que se vuelve para saber quién se acerca. Así como los niños de primaria se miran la espalda para ver su mochila, así, su mirada se volvió hacia las alas de su espalda. Y es que acostumbra observárselas. Las vi con claridad."
Y al contar con la seguridad de su propia idea, se sintieran a la vez felices y un tanto tristes. Pues en cuanto pensaron que, animados por la fuerza libre del amor, podían ir volando unidos de inmediato hacia cualquier parte de aquel paisaje inmenso ―si querían, incluso hasta la otra orilla del río―, el hecho de tener alas añadió, paradójicamente un matiz de realidad a su imaginación. No obstante, los primos, al creer cada uno para sí en la existencia de alas en el otro, experimentaron una sensación de inexplicable fugacidad al pensar mutuamente en que sería el otro el que levantaría el vuelo dejando atrás a su pareja. Parecía definitivo el que, tarde a temprano, alguno dejara a su pareja.
―La semana que viene ya no estaré en Tokio, dijo Suguío.
―¿Por que?
―Me reclutaron para trabajar en una fábrica de armas. Voy a la ciudad de M.
―¿Es una fábrica militar?
―Es una fábrica de aviones.
Yoko imaginó a su novio produciendo innumerables alas. "Tendría que instruir a los mecánicos. Y entonces podría mostrarles sus propias alas, blancas, gigantescas y relucientes. Luego tendría que probarlas. Las exhibiría volando él mismo. Se detendría en medio del aire. Harían planos. Y así como se toman las medidas de los trajes, tomarían las medidas de sus alas. Pero nadie podría producir alas tan perfectas como aquellas alas naturales. Sentirían celos. Le exigirían volar de nuevo. Volaría. Y entonces un rifle le apuntaría contra sus alas. Con las alas ensangrentadas, el cuerpo de Suguío caería y, como un pájaro herido, aletearía por unos instantes, enloquecido, rodando por el suelo. Moriría... con aquellos ojos serios e inmóviles de un pájaro muerto."

Impulsada par el miedo, Yoko le pidió que no se fuera, aun a sabiendas de que resultaba inútil. Y le preguntó, descorazonada, cuándo volvería a verlo. El la animó, respondiendo que podría visitarla de cuando en cuando, por lo menos una vez al mes, en sus días libres.
En realidad, el lamento de Suguío provenía de no haber podido satisfacer un deseo tan antiguo y más profundo que la tristeza de despedida. Bajo las circunstancias de la guerra, resultaba difícil ir a la playa. Además, ambos dudaban: no les había llegado la oportunidad de confirmar la existencia de sus alas.
Al ver que Suguío titubeaba, Yoko la malinterpretó. "Quiere confesar algo acerca de otra mujer, o trata de proponerme algo indecoroso". Ambas suposiciones resultaron desagradables para la púdica muchacha. Se quedó callada, fingiendo enojo. Lo que él dijo resultó inesperado. Dijo, distraído como siempre, aplastando las piedras con la punta del zapato:
―Hoy iré a ver a la abuela. Siempre me he sentido avergonzado y por eso no iba a verla. Pero ya podré volver a visitarla por un tiempo, creo.
―Es buena idea ―exclamó la muchacha, recobrando el buen humor. ―Le diremos que nos encontramos por casualidad en el camino. Estoy segura de que le encantará verte.
Cuando dirigieron la vista hacia la casa de la abuela, se fijaron en que salía humo de la chimenea. Esto indicaba que Otetsu, la sirvienta, preparaba el baño. Cada dos días, al despertar de la siesta, la abuela tomaba el baño. Nadie sabe si había alguna relación entre la propuesta de Suguío y el leve rastro del humo levantándose hacia el cielo.
La abuela acababa de despertar de su siesta. A un lado de la almohada había un libro de la edición original de Kyoka, con las páginas vueltas hacia abajo. La portada estaba ilustrada con una gran flor de malva estampada. La abuela los recibió, sentada en la cama, con su bata rayada azul oscuro sobre los hombros. En la mesita, junta a la cama, había un casco y un capote antiaéreos. Cuando sonaba la alarma de la media noche, la abuela, en lugar de huir al refugio subterráneo, se echaba en la cama con el capote puesto y se ponía a oír la radio.
―Hacía muchísimo que no te veía, Suguío. Te has puesto muy guapo, bueno, aunque no tanto como tu abuelo. Eres más o menos guapo. Coma Yoko, te sales un poco de lo común. No está mal.
Con esa recepción, los hizo reír. Los primos se miraron a la cara. Y al observar el brillo de los cuatro ojos, la abuela advirtió de inmediato la intimidad que existía entre ellos.
―¡Vaya, vaya! Así que me han estado ocultando sus relaciones. Pero una relación entre primos no resulta interesante, se establece con demasiada sencillez. Abandónenla. Suguío: ¿así que estás enamorado de una chica como Yoko? Pues dudo de tu buen gusto. Deberías buscarte una muchacha siquiera tan guapa como tu abuelita, ¿eh? Aunque te será difícil, pues no existe otra como yo en todo el Japón.
Ante tanta broma, Suguío quiso retirarse. Y mientras bromeaba, la abuela les sirvió pastel. En ese momento, Otetsu vino a informarle que el baño estaba listo.
Primero se bañó la abuela, después, Suguío. Yoko no quería bañarse, al principio, pero luego lo hizo para imitar a Suguío. Las muchachas enamoradas nunca olvidan imitar a sus novios, hasta en las ocasiones más inesperadas. La imitación es una forma de expresar su amor; ésa es la diferencia que existe entre el modo de amar de las jóvenes y el de las mujeres de cierta edad.
Yoko y Suguío cruzaron el pasillo, incómodos. Suguío, al sentarse en la orilla del barandal de la sala, junta al baño, alzó la mirada hacia el cielo crepuscular que se oscurecía paulatinamente. Una cuadrilla de aviones de exploración pasó retumbando. Pensó: "En este instante, Yoko se quita su blusa marinera de mangas cortas. Una parte más blanca que sus brazos blancos se refleja en la superficie del espejo. Ahora, sus alas se humedecen con el vapor y parecen pintadas de pintura blanca reluciente. Ahora recoge sus alas, avergonzada, y se arrodilla en el piso. Si apareciera yo por ahí, por pudor, hasta las puntas de sus alas se teñirían con el color del alba."
Suguío no abandonaba la idea de que aquella era la última oportunidad para ver las alas de Yoko. Se turbó. Levantándose, se acercó hasta la puerta del baño. Allí, titubeó por un instante y regresó al pasillo, lamentando su falta de valor.

El vidria opaco de la puerta adquiría poco a poco el tinte lechoso del vapor. Era del color del lago al amanecer. Se escuchaba el murmullo del agua tibia, semejante a las alas que lamen la orilla del lago. La muchacha se puso de pie dentro de la tina. Olvidando que la puerta traslucida reflejaba el contorno de su cuerpo desnudo con un nimbo dorado, la muchacha se secó alegremente. Suguío contempló el movimiento de sus hombros parvos. El vapor tibio y nebuloso le impidió ver con claridad. Había algo como niebla blanca, algo como una ilusión de alas tras sus hombros infantiles. Suguío tuvo la firme convicción de haber visto las alas de su novia.
A partir de entonces, y durante casi un año, Suguío no volvió a tener la oportunidad de ver las alas de Yoko. Ni siquiera tuvo la ocasión de encontrarla. Sin embargo, los enamorados intercambiaran frecuentes cartas. Juramentaron su amor y se prometieron el futuro. De hecho, no hicieron sino jurar por su amor. Al poder rellenar aquel mundo perturbado y aquel lapso de tiempo con palabras sinceras, como se refuerzan con cemento los ladrillos, uno a uno, les pareció que era como ir estableciendo la posibilidad de fundar una casa firme y agradable para vivir en ella algún día. No contaban con otra fuerza que la de oponer sus palabras a toda destrucción. De la misma manera como los amantes que están a punto de ser exterminados recitan las palabras mágicas, de esa manera quisieron creer en el hechizo de sus inútiles juramentos.
Yoko murió durante un bombardeo que hubo el mes de marzo del siguiente año. Todos los días ella y sus condiscípulas de la escuela se dirigían hacia un edificio en el centro de la ciudad de Tokio para trabajar en labores administrativas relacionadas con la Secretaría del Ejército Nacional. Una bomba mató a Yoko en el trayecto.
Yoko salía de la estación, junto con sus tres amigas de siempre ―vestida con su uniforme de falda y blusa marinera― cuando sonó la alarma de emergencia. Sus tres amigas se arrojaron de inmediato al refugio más cercano. Yoko, quién sabe por qué, titubeó por unos instantes. Sus tres amigas le gritaran: ¡Yoko! y su voz se borró bajo el estallido que retumbó en el foso. Poco después, ella reapareció y atravesó la calle, llena de luz del día, y en donde ya no habia nadie. Y cuando iba a echarse al foso, a unos veinte metros de ahí, un pedazo de bomba le pegó por detrás. Le arrancó el cuello. La muchacha sin cabeza, de rodillas en el suelo permaneció sin caer, retenida por una fuerza misteriosa. Sólo batió con violencia sus dos brazos, blancos como alas.
Cuando escuchó la historia, la aflicción de Suguío fue tremenda. Esperó ansiosamente que la guerra lo matara. A pesar de ello, como muchos otros, sigue vivo. Se graduó en la universidad. En la actualidad es el serio empleado de una compañía de comercio de ultramarinos. Nunca supo que Yoko también creía que él tenía alas. Estaba seguro de las alas de Yoko, pues la muerte de Yoko lo probó.
Una mañana de primavera, cuando Suguío salió de su casa y empezaba a bajar por la cuesta para tomar el camino que iba hacia la calzada en donde pasaba el tranvía, sintió que alguien lo tocaba por la espalda. Se volvió. No había nadie. Se tocó la espalda. No había nada. Sin embargo, desde entonces, un extraño peso comenzó a invadir sus hombros. Suguío sacudió la cabeza, sorprendido, y siguió caminando y moviendo los hombros.
Era la primera vez que él mismo se daba cuenta de la existencia de sus alas. Pero no supo que se trataba de alas. Y mucho menos los demás, que tampoco cayeron en la cuenta. Y así, el joven empleado taciturno, fiel a su trabajo, prosiguió laborando en la oficina, con sus alas enormes e inútiles a la espalda. Es un desperdicio. Él, sin saber, se presenta todas las mañanas en la oficina con sus alas y regresa con ellas a casa. Como nunca se le ocurre cepillarlas, ya están grises, como esas alas de las aves disecadas. Va y viene con ellas. Suguío nunca ha visto con sus ojos ese algo que le obliga a hacer esfuerzos tan poco útiles como ambiciosos.
¡Si no poseyera esas alas, su vida sería por lo menos un setenta por ciento más fácil! Porque para ir por la tierra las alas resultan muy inconvenientes. Llegó la primavera. Ayer, dejó de usar su abrigo, no cesa la dureza cristalizada de sus hombros. En realidad, esas alas invisibles e iracundas que yacen en su espalda realzan magistralmente su perfil, semejante al de un halcón. Suguío no sabe que sus alas le impiden prosperar en la compañía, ¿no habrá nadie que se lo advierta?

Mayo de 1951.

Traducción de Atsuko Tanabe.
Versión de Oscar Zorrilla.



*Tomado de: Antología del cuento japonés moderno y contemporáneo, UNAM, 1985.

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